Lectura de domingo por la noche. Subo un intento de prosa que estoy armando.
A imagen y semejanza
Escribo un verso, otro y
otro más hasta construir una estrofa; y luego otro y otro, otra estrofa. No doy
importancia al número de versos en cada una, ni la cantidad de silabas. Mucho
menos busco la rima, con o sin ella, asonante y consonante. Tampoco pienso en
el verso libre. Plasmo lo que sale, lo que mi mano va trazando, dibujando las
letras como el arado en la tierra buscando la rectitud de los renglones o
tratando de seguir una determinada dirección. Pero me pierdo, el suelo es muy
duro, apelmazado y la cuña no logra clavarse hondo; así que, a veces, voy por
arribita no más, o se hunde demasiado coleando y saltando. Los bueyes tiran
desparejos desbalanceando el arado. O son rebeldones justificando el uso del
rebenque y eso, desestabiliza el arado. O van rápido y el surco sale así no
más, a la que te criaste, como la caligrafía escrita a velocidad, con poca
claridad e inentendible.
La mayoría de las veces,
sino todas, sale cualquier cosa. Palabras amontonadas en un lado, y pozos en
otras, un montículo más alto que los otros, terrones gruesos que no se
rompieron, los bueyes pisoteando las taipas.
Así son mis letras, a
como salgan, a campo traviesa, con la hoja desafilada y los brutos mancados.
Buscando el rumbo que el desacierto depare. Rompiendo los lineos, aunque haya
que aporcar más tarde. Al final, de alguna o de cualquier manera, la semilla se
siembra y algo produce.
Los surcos parejos,
prolijos, derechos dejaron de existir cuando el abuelo recostó el arado en el
galpón, en su última morada, y vendió los bueyes, el pampa, el cara blanca y
los holandos. A pesar de esto, en mi
memoria sigue arando y trajinando con ellos. Haciendo estirar la reja y
poniendo su esperanza en las lluvias y en la cosecha que vendrá.
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